Se ondulan y quiebran los ocres.
Se baten y estallan en olas.
Y espuma de aguas terrosas.
El cielo permanece suspendido
intacto
en la espera gris.
Viste un falso vestigio azul.
El mar. El mar
sigue su curso de rugidos y vida.
Expone su discurso sangrante.
No se atreve a interrumpir
la quietud del cielo, ni una sola gaviota.
Todos callan.
Todos escuchan.
El clamor profundo
acuoso, abatido, revuelto
de un mar joven y dolido.
No corresponden a él,
los horizontes sutiles,
ni los paradisíacos azules.
A él pertenecen
las pasiones descontroladas,
el viento fútil,
la crudeza,
el silencio del fin del mundo.
A él vuelven
las miradas acuosas,
los corazones corroídos,
los témpanos ambulantes,
las almas abatidas.
Este no es un mar de caricias.
Es un sin fin de golpes
y sacudidas errantes.
No hay más azules
que dentro de un cielo ahogado de grises.
No hay más verdad
que su salvajismo indomable.
A él pertenecen
el clamor errático
y la constancia de la improvisación.
A él responden
las almas desahuciadas
y los amantes vacíos.
Él los doblega, los agita,
los deforma dentro
de su física ondulante y cíclica.
Él extiende su llamado a mí.
Intenta alcanzarme.
Me reclama como amante perdido.
Me retuerce en sus palmas amorfas.
Sabe descubrir en mí
el último vestigio de piedra.
Bajo la sinfonía de gruñidos y lamentos,
de lágrimas llenas de sal,
él impera por mí.
Quiere que habite en él
como él habita en mí.
Amparo Carranza Vélez.
8 de Marzo de 2007.
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